miércoles, 14 de noviembre de 2007

HACIA UNA TEORÍA EVOLUTIVA DEL CONOCIMIENTO
En Popper, Karl (1995): Un Mundo de Propensiones. Madrid: Tecnos. Pp. 58-72.

No voy a empezar planteando una pregunta como “¿Qué es el conocimiento?” y mucho menos “¿Qué significa conocimiento?” Por el contrario, mi punto de partida es una proposición muy simple -de hecho, casi trivial-, a saber, los animales pueden conocer: pueden tener conocimiento. Un perro, pongamos por caso, puede saber que su amo vuelve del trabajo a la seis de la tarde: el comportamiento del perro puede ofrecer muchos indicios, claros para sus amigos, de que espera el regreso de su amo a esa hora. Mostraré que, pese a su trivialidad, la proposición los animales pueden conocer revoluciona por completo la teoría del conocimiento y como todavía se imparte.
Sin duda, habrá quien niegue mi proposición. Ese alguien tal vez podría decir que, al atribuir conocimiento al perro, no hago más que emplear una metáfora, un descarado antropomorfismo. Expresiones de este cariz han sido manifestadas incluso por los biólogos interesados en teoría de la evolución. Esta es mi réplica: descarado antropomorfismo sí, mera metáfora no. Dicho antropomorfismo es de gran utilidad: es casi indispensable para cualquier teoría de la evolución. Hablamos de la nariz del perro, o de sus piernas, y también esos son antropomorfismos, pese a que damos sin más por sentado que el perro tiene una nariz, si bien algo distinta de la humana.
Ahora bien, los interesados en teoría de la evolución sabrán que la importante teoría de la homología forma parte de ella, y que mi nariz y la del perro son homólogas, lo cual quiere decir que ambas son herencia de un lejano ancestro común. La teoría evolutiva no sería posible sin esa hipotética teoría de la homología. Mi atribución de conocimiento al perro es, por tanto, un antropomorfismo, más no una metáfora. Antes bien, implica la hipótesis de que algún órgano del perro, en este caso, presumiblemente, el cerebro, tiene una función que no sólo corresponde en un sentido vago a la función biológica del conocimiento humano.
Ruego se den cuenta de que las cosas que pueden ser análogas son, originalmente, órganos. Y también procedimientos. Hasta podemos arriesgar la hipótesis de que la conducta es homóloga en sentido evolutivo; la conducta de cortejo, por ejemplo, sobre todo la ritualizada. Es bastante plausible que tal conducta sea homóloga en el sentido hereditario o genético entre, pongamos por caso, especies de pájaros diferentes pero íntimamente ligadas. Es altamente dudoso que lo sea entre nosotros y algunas especies de peces, y, pese a ello, ésta sigue siendo una hipótesis a considerar con seriedad. Es más plausible, por supuesto, que el pez posea una boca o un cerebro análogos a nuestros correspondientes órganos: es bastante convincente que desciendan genéticamente de los órganos de una ancestro común.
Espero que la central importancia de la teoría de la homología para la evolución haya quedado suficientemente clara mis fines, este es, de cara a defender la existencia de conocimiento animal, no como mera metáfora sino como una hipótesis evolutiva a considerar con seriedad.
Tal hipótesis en ningún modo implica que los animales sean conscientes de su conocimiento; por esta razón reclama atención sobre el hecho de que nosotros mismos poseemos un conocimiento del que no somos conscientes.
Nuestro conocimiento inconsciente posee a menudo el carácter de expectativas inconscientes, de las que en ocasiones podemos adquirir consciencia cuando han resultado ser erróneas.
Un ejemplo de ello es algo que he experimentado varias veces en mi larga carrera: al llegar al último peldaño de una escalera estoy a punto de caer, y entonces me doy cuenta de que, inconscientemente, esperaba un peldaño más, o uno menos, de los que en realidad había.
Esto me lleva a la siguiente formulación: cuando nos sorprendemos de algún suceso, nuestra sorpresa habitualmente se debe a la expectativa inconsciente de que iba a suceder algo distinto.
Trataré ahora de ofrecer una lista con diecinueve interesantes conclusiones que podemos inferir, y que en parte ya hemos inferido (aunque por ahora inconscientemente) a partir de nuestra trivial proposición los animales pueden conocer.
1. El conocimiento tiene a menudo el carácter de expectativa.
2. Las expectativas suelen tener el carácter de hipótesis, de conocimiento conjetural o hipotético: son inciertas. Quienes las mantienen, o quienes saben, pueden ser del todo ignorantes de esa incertidumbre. En nuestro ejemplo, el perro puede morir sin siquiera haber visto frustrada su expectativa relativa al oportuno regreso de su amo: pero nosotros sabemos que tal regreso jamás fue algo seguro y que su hipótesis era muy arriesgada. (Después de todo, siempre pudo haber una huelga ferroviaria.) De modo que podemos afirmar:
3. La mayoría de los tipos de conocimiento, sea humanos o animales, son hipotéticos o conjeturales; sobre todo el tipo ordinario, que acabamos de describir a modo de expectativa, pongamos por caso, respaldada por un horario oficial impreso, de que el tren de Londres llagará a las 5,48 horas de la tarde. (En algunas bibliotecas, algunos lectores resentidos, o simplemente perspicaces, devolvían los horarios a los estantes con el rótulo “Ficción”.)
4. A pesar de su incertidumbre, de su carácter hipotético, gran parte de nuestro conocimiento pasará a ser objetivamente verdadero: corresponderá a los hechos objetivos. De lo contrario difícilmente hubiésemos sobrevivido como especie.
5. Podemos, pues, distinguir claramente entre la verdad de una expectativa y su certeza, y, en consecuencia, entre dos ideas: la idea de verdad y la idea de certeza; o, como también podemos afirmar, entre verdad y verdad con certeza; por ejemplo, la verdad matemáticamente demostrable.
6. Hay mucha verdad en gran parte de nuestro conocimiento, pero poca certeza. Debemos enfocar nuestra hipótesis críticamente; debemos someterlas a una contrastación tan seria como para averiguar si, después de todo, no pueden resultar falsas.
7. La verdad es objetiva: es correspondencia con los hechos.
8. La certeza es raramente objetiva: habitualmente no es más que un sentimiento de confianza, de convicción, basado no obstante en un conocimiento insuficiente. Tales sentimientos son peligrosos, puesto que raramente tiene un fundamento sólido. Pueden incluso convertirnos en fanáticos histéricos que tratan de autoconvencerse de una certeza que inconscientemente saben fuera de su alcance.
Antes de pasar al punto 9, deseo hacer una breve disgresión. Pues quiero decir unas cuantas cosas contra la difundida doctrina del relativismo sociológico, a menudo abrazado inconscientemente, sobre todo por sociólogos que, estudiando las maneras de los científicos, piensan estar estudiando la ciencia y el conocimiento científico. Muchos de esos sociólogos no creen en la verdad objetiva, sino que conciben la verdad como un concepto sociológico. Hasta un antiguo científico, como el último Michael Polanyi, concebía la verdad como aquello que los expertos -o al menos la gran mayoría de expertos- creen verdadero. Pero en toda ciencia los expertos a veces se equivocan. Cuando quiera que hay una ruptura, un nuevo descubrimiento realmente importante, ello significa que los expertos han resultado estar en un error y que los hechos, los hechos objetivos eran diferentes de lo que los expertos creían. (Hay que admitir que una ruptura no es un suceso frecuente.)
No sé de ningún científico creativo que no haya cometido errores; y ahora pienso en lo más grandes: Galileo, Kepler, Newton, Einstein, Darwin, Mendel, Pasteur, Koch, Crick e incluso Hilbert y Gödel. No sólo todos los animales son falibles, sino también todos los hombres. De modo que hay expertos, pero no autoridades -hecho del que a menudo no se deja la suficiente constancia-. Todos somos muy conscientes de que no debemos cometer errores, claro, y en ellos ponemos todo nuestro empeño. (Quizás Gödel fuese el que más.) Pero, con todo, somos animales falibles; mortales falibles, como habrían dicho los antiguos griegos: sólo los dioses pueden conocer; nosotros los mortales, sólo opinar o conjeturar.
De hecho conjeturo que es la supresión del sentido de nuestra falibilidad el responsable de nuestra despreciable tendencia a formar clichés y consentir cualquier cosa que parezca estar de moda: esto nos hace a tantos aullar como lobos. Todo ello no es sino flaqueza humana, lo que quiere decir que no debiera existir. Pero existe, claro; hasta podemos hallarla entre algunos científicos. Como existe, debemos combatirla; primero en nosotros mismos y sólo después, quizá, en los demás. Pues mantengo que la ciencia debe afanarse en la verdad objetiva, en la verdad que depende sólo de los hechos; en la verdad que se halla por encima de autoridad y arbitrio humanos, y sin duda por encima de las modas científicas. Algunos sociólogos no logran comprender que este objetivo es una posibilidad a la que la ciencia (y, por ende, los científicos) debe aspirar. Después de todo la ciencia ha aspirado a la verdad al menos durante dos mil quinientos años.
Pero volvamos a nuestra teoría evolutiva del conocimiento, a nuestro trivial punto de partida, la proposición los animales pueden conocer, y a nuestra lista de resultados obtenidos a partir de, o sugeridos por, esta trivial proposición.
9. ¿Sólo los animales pueden conocer? ¿Por qué no las plantas? Obviamente, en el sentido evolutivo de conocimiento del que hablo, no sólo animales y hombres pueden tener expectativas y, por tanto, conocimiento (inconsciente), sino también las plantas y en realidad, todos los organismos.
10. Los árboles saben que pueden conseguir el agua imprescindible adentrando sus raíces en las capas más profundas de la Tierra; también saben (al menos los altos) cómo crecer verticalmente. Las plantas con flor saben que los días más cálidos están al caer, y saben cómo y cuándo abrir y cerrar sus flores: de acuerdo con su sensibilidad a los cambios de intensidad de radiación y temperatura. Tienen, pues, algo semejante a sensaciones o percepciones, a las cuales responden, y también algo semejante a órganos sensoriales. Saben, por ejemplo, cómo atraer abejas y otros insectos.
11. El manzano que se desprende de sus frutos o de sus hojas constituye un bello ejemplo de uno de los puntos centrales de nuestra investigación. El manzano se adapta a los cambios de estacionales del año. Su estructura de procesos bioquímicos congénitos le permite mantener el ritmo de esos cambios ambientales legaliformes a largo plazo. Espera tales cambios: está en sintonía con éstos, los anticipa. (Los árboles, sobre todo los altos, también se ajustan con precisión a constantes como las fuerzas gravitatorias.) Es más, el manzano responde, de manera apropiada y perfectamente adaptada, a cambios y fuerzas a corto plazo, e incluso a sucesos momentáneos de su entorno. Los cambios físicos delos pedúnculos de manzanas y hojas las preparan para su caída, aunque por lo general caen en respuesta al empuje momentáneo del viento: la capacidad de responder adecuadamente a los sucesos y cambios a corto plazo, e incluso momentáneos, de su entorno, es extremadamente análoga a la capacidad del animal a responder a percepciones a corto plazo, a experiencias sensoriales.
12. La distinción entre adaptaciones a, o el conocimiento (inconsciente) de, condiciones ambientales legaliformes y a largo plazo, como la gravedad y el ciclo estacional, por una parte, y a cambios y sucesos a corto plazo, por otra, es de gran interés. Mientras que los últimos se dan n la vida de los organismo individuales, las primeras condiciones son tales que la adaptación a ellas debe de haber estado llevándose a cabo a lo largo de la evolución de incontables generaciones. Si examinamos con más detalle la adaptación a corto plazo, el conocimiento de y las respuestas a sucesos del entorno acorto plazo, vemos que la capacidad del organismo individual a responder apropiadamente a tales sucesos (como el empuje del viento en determinado momento, o, en el reino animal, la presencia del enemigo) es también adaptación a largo plazo, el continuo proceso de adaptación a lo largo de incontenibles generaciones.
13. Un zorro se aproxima a una bandada de gansos salvajes que está comiendo. Uno de los gansos ve al zorro y da la alarma. He aquí una situación -un evento a corto plazo- en la que los ojos del animal pueden salvar su vida. La capacidad de respuesta adecuada depende de su posesión de ojos -de órganos de los sentidos- adaptados a un entorno en el que periódicamente hay luz diurna (algo análogo al cambio de las estaciones y a la constante presencia del empuje direccional gravitatorio, empleado por el árbol para halar la dirección de su crecimiento); en el que acechan enemigos mortales (es decir, en el que existen objetos cuya identificación visual es de crucial importancia, y en el cual, cuando los enemigos son identificados a la distancia suficiente, es posible la huida).
14. Toda esta adaptación tiene la naturaleza de un conocimiento a largo plazo acerca del entorno. Tras pensar un poco, quedará claro que sin este tipo de adaptación , sin este tipo de conocimiento de regularidades legaliformes, los órganos de los sentidos, como los ojos, serían inútiles. Debemos, pues, concluir que los ojos jamás habrían evolucionado sin un rico conocimiento inconsciente de las condiciones ambientales a largo plazo. Este conocimiento, sin duda alguna, evolucionó con los ojos y con su uso. Y sin embargo, este conocimiento debe de haber precedido en cada paso a la evolución del órgano sensorial, pues el órgano incorpora ya el conocimiento de las precondiciones de su uso.
15. Filósofos e incluso científicos asumen a menudo que todo nuestro conocimiento de nuestros sentidos, de los sense data que éstos nos trasmiten. Creen (como creía, por ejemplo, el famoso teórico del conocimiento, Rudolf Carnap) que la pregunta “¿Cómo conoces?” es siempre equivalente a la pregunta “¿Cuáles son las observaciones que autorizan tu afirmación?” Contemplando desde un punto de vista evolutivo, este tipo de enfoque constituye un error colosal. Para que nuestros sentidos nos digan algo, debemos tener conocimiento previo. Para poder ver una cosa, hemos de saber lo que son las “cosas”: que pueden ser localizadas en algún espacio, que unas son móviles y otras no, que unas tienen importancia inmediata para nosotros y, por tanto, son más prominentes y serán percibidas, mientras que otras, menos importantes, jamas penetrarán nuestra conciencia: ni siquiera tienen que ser percibidas inconscientemente, sino que pueden simplemente no dejar huella alguna en nuestro aparato biológico. Pues esta aparato es altamente activo y selectivo, y selecciona activamente sólo aquello que ese momento tiene importancia biológica. Pero para hacerlo debe poder empezar la adaptación, la expectativa: ha de poder disponer de un conocimiento previo de la situación, incluyendo sus elementos de posible significación. Este conocimiento anterior no puede a su vez ser resultado de la observación; debe ser, más bien, el resultado de la evolución por ensayo y error; así pues, el ojo no es el resultado de la observación, sino de la evolución por ensayo y error, de la adaptación, de un conocimiento no observacional a largo plazo. Es el resultado de tal conocimiento, derivado no de la observación a corto plazo, sino de la adaptación al entorno y a situaciones que constituyen los problemas a ser resueltos en la tarea de la vida; situaciones que hacen de nuestros órganos, y entre ellos a nuestros órganos sensoriales, instrumentos significativos en la tarea de vivir momento a momento.
16. Espero haber podido ofrecerles una idea de la importancia de la distinción entre adaptación y conocimiento a largo y a corto plazo, así como del carácter fundamental del conocimiento a largo plazo: del hecho de que éste debe siempre proceder al conocimiento a corto plazo u observacional, y de la imposibilidad de que el primero sea obtenido exclusivamente a partir del segundo. También espero haber podido mostrar que ambos tipos de conocimiento son hipotéticos: ambos son conjeturales, aunque de distintos modos. (nuestro conocimiento, o el conocimiento de un árbol, sobre la gravedad resultará ser seriamente erróneo si nosotros, o el árbol, nos hallamos en un cohete o misil balístico ya sin aceleración). Las condiciones a largo plazo (y su conocimiento) pueden estar sujetas a revisión; y una instancia de conocimiento a corto plazo puede resultar ser una mala interpretación.
Llegamos así a la proposición decisiva y quizás más general, válida para todo organismo, incluyendo al hombre, pese a que tal vez no cubra toda forma de conocimiento humano.
17. Toda adaptación a regularidades ambientales e internas, a situaciones a largo y a corto plazo, es un tipo de conocimiento, cuya gran importancia podemos aprender con la biología evolutiva. Hay, quizá, algunas formas de conocimiento humano que no son, al menos no de manera obvia, formas de adaptación, o de intentos de adaptación. Pero, aproximadamente hablando, casi todas las formas de conocimiento de un organismo, desde la unicelular ameba hasta Einstein, sirven para que el organismo se adapte a su tareas actuales, o a tareas que podrían surgir en el futuro.
18. La vida no puede existir, ni perdurar, sin algún grado de adaptación al entorno. Podemos decir, por tanto, que el conocimiento -el conocimiento primitivo, por descontado- es tan antiguo como la vida. Se originó con la vida precelular hace más de tres mil ochocientos millones de años. (La vida unicelular vio la luz no mucho más tarde.) Eso sucedió tan pronto como la Tierra se enfrió lo suficiente como para permitir la licuefacción del agua de su atmósfera. Hasta entonces, el agua había existido sólo bajo la forma de nubes o de vapor, pero a partir de ese momento el agua líquida y caliente empezó a albergarse en cavidades pétreas, grandes o pequeñas, formando los primeros ríos, lagos y mares.
19. Por consiguiente, puede decirse que el origen y la evolución del conocimiento coinciden con los de la vida, y que están íntimamente ligados a los de nuestro planeta Tierra. La teoría evolutiva vincula el conocimiento, y con él a nosotros mismos, con el cosmos; y de este modo el problema de conocimiento pasa a ser un problema de cosmología.
Acabo así mi lista de conclusiones e extraer de la proposición los animales pueden conocer.

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